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CAPÍTULO I

     Hoy he vuelto al pueblo después de tantos circunloquios de asfalto adheridos en la mirada, las suelas y los pulmones. Después de aburguesar mis piernas con el petróleo, mi tiempo con la rutina y mi alma con externas imposiciones. Después de vagar y divagar por callejones sin salida, en busca del trabajo prometido y la vida acomodada y perniciosamente solitaria, que heredaríamos de manos de aquellos que se solapan tras los «señores» de las promesas incumplidas. Hoy he vuelto tras una larga ausencia de mí mismo, donde la aceptación de la desidia y el tedio como algo natural e intrínseco a la condición humana, atenazaban mis esperanzas e ilusiones de progresar y prosperar dentro de una excluyente sociedad.
   Ahora comprendo lo absurdo de aquella concepción de «progreso» y «prosperidad» en la que acrecienta el bolsillo y el ego a la par que disminuye el espíritu, la empatía y la dignidad. Ahora comprendo lo perdido que he estado desde que —recién cumplida la mayoría de edad— partí a la ciudad con ensoñaciones de grandeza y la convicción de hacer lo correcto, dejando atrás lo que, hasta a aquel momento, había sido mi vida: la sierra, el pueblo, mi tierra.
     Desde entonces, no había vuelto a pisarla hasta esta insurrecta mañana de gris otoñal. Vine casi cada fin de semana, pasé veranos, e incluso, llevo unos dos años afincado de nuevo en la casa de mi niñez. Pero nunca había vuelto a sentir la pureza de sus aires sencillos y redentores, al menos nunca como antes de marcharme; nunca como hoy.
    Con el lucero del alba aún con la luna a cuestas, un impulso de paz e inconsciencia me ha llevado a pasear por los senderos de mi tierna infancia y mi inspiradora adolescencia. En silencio, me he parado a escuchar el trino de los jilgueros, de los mirlos y los descarados petirrojos que vinieron a mi encuentro. El arrullo de la ribera conquistando las piedras y la arena. El rumor del viento ondeando las copas de los árboles; y su silbido, mientras bajaba hasta el suelo para remover y desordenar la hojarasca y las cuartillas de su diario anual que acababan de pasarse de fecha.
     El olor de unas amarillas flores silvestres, me ha dejado cautivo de la melancolía de aquellos tiempos pasados que pretendo retomar. Esta morriña, cohabitando en perfecta armonía con el júbilo de los sauces —que apostados a la orilla del tenue caudal, lloran de risa ante la estupidez humana— me han obligado a posarme sobre una roca camuflada con el verdín de la humedad; e instintivamente, mis zapatos y calcetines han huido como cobardes de un medio que no les correspondía, y mis pies descalzos se han reconciliado con la hierba, desperezando cada uno de sus dedos, cansados de su cárcel de caucho. Una nuez —celebrando la reciente liberación de mis pies— escapó de su prisión, huyendo entre las ramas, cayendo con su sorda melodía efecto de la gravedad, sacándome por un instante de mi introvertida inmensidad, resbalando con el traqueteo en allegro en su chocar con las piedras cuesta abajo hasta el fin de su ópera prima en el llano.
     El cielo comenzaba a tomar unos preocupantes tonos oscuros, augurando la lluvia que no ha cesado desde mi regreso. Sacudí las plantas de mis «pezuñas», y devolví, con premura, mis envalentonados calcetines y zapatos a su ser artificial. Miré ribera arriba, e intuí una chopea que me trajo el recuerdo de la ruinosa aldea abandonada donde buena parte de mi generación perdió el rumbo y algo más que la vergüenza, arrastrándonos a la insufrible «madurez» de la que hoy reniego. Me puse en pie y caminé sin cuidado y con prisas hasta el hogar. A pocos metros de abrir la puerta, empezó a chispear y entré casi corriendo. Tras una relajante y larga ducha, me puse a rebuscar en el baúl donde duerme guardada mi pubertad. De él saqué el cuaderno donde estoy escribiendo estas palabras; aunque creo que, en realidad, aún sigo rebuscando en ese cofre el tesoro perdido de aquella seductora época, en la que primaba más el ser consecuente con los deseos que el seguir el camino preestablecido. Y, aunque tuviese el inconveniente de la inestabilidad emocional —fomentada por la revolución hormonal— y el de la duda de si anteponer la aceptación social a la aceptación de la mismidad, estoy seguro de que entonces estaba mucho más cerca de encontrar el equilibrio entre cuerpo y espíritu, y raciocinio e instinto, de lo que estuve después, y de lo que estoy hoy, con la inercia de lo pasado.
    En este día de renovada espiritualidad resucitada en el que vago como novato a los mandos de mi nuevo «yo» pluripersonal, quiero recontarme la historia de aquel verano —que se me antoja ignoto y remoto— en el que fracasó la humanidad como especie. Quiero remover mis recuerdos como quien agita un árbol para recuperar un objeto perdido, ser pasto de la reminiscencia, evocar el momento exacto en el que tomé la vereda equivocada y, tras desandar mis pasos y lamerme las heridas, retomar la senda de la concordia y la fraternidad entre mis distintos «yo» interiores y el resto del mundo. Pero las dudas no dejan de embargarme la voluntad. No sé ni cómo, ni cuándo, ni dónde comenzar la historia; es más, ¿cuándo empieza una historia? ¿Cuándo termina? Jamás me lo había preguntado, pero después de reflexionar un poco, he llegado a la mísera conclusión de la más cruel realidad: toda historia comienza con un alumbramiento y termina con una muerte. Hay personas que mueren cada noche y renacen cada día, y tienen miles de historias acumuladas a lo largo de su vida con las que recrearse en su soledad o en su compañía, y otras cuantas pendientes, con las que deleitarse antes de su definitivo final. Otros, sin embargo, sólo tienen una historia que contar; y, a veces, ni siquiera eso. Pasan por el mundo como muertos vivientes, y sus vidas, no llegan ni a ser sombras de su potencial. Si perteneciera a este rebaño de personas —como indudablemente he pertenecido hasta hoy—, me provocaría una muerte inmediata, suicidaría la rutina y renacería con la alegría de la mañana como un niño juguetón, sensible, inocente y sincero. ¡Nunca es tarde!

    Después de dejar a mi espalda este letargo zombi y descarriarme del rebaño, me muero de ganas de reparar el daño autoinfligido, de despertar cada aurora, de renacer con el alba y reengancharme a la vida. ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Qué desperdicio!

     …Las voces de los fantasmas del pasado se van abriendo paso y se agolpan en mi cabeza con trémula nitidez, despejando las incógnitas y trayéndome la claridad espectral de una década pasada que recorre un angosto túnel que se va ensanchando camino de la luz...

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